La ventana quedó abierta. La puerta
bien cerrada. Y el miedo enterrado. Se liberó de todo para volver a verse,
volver a ser. Para volver a latir al ritmo de su corazón.
No había vuelta atrás. Aunque sintiera
que había llegado al punto de no retorno, debía mirar, de vez en cuando, para
observar sus pasos.
Levantó la vista y percibió los
pájaros en el horizonte, el olor a mar que le envolvía y se dejó llevar.
Por primera vez en años las
cadenas dejaron de apretar y se sintió libre. Libre de hacer lo que quisiera,
lo que le dictara su lado más salvaje y menos racional.
Empezó por desnudarse y sentir el
contacto con su propia piel, sin recovecos que escocieran, sin sentir quemazón
de solo tocarla. Continuó vistiéndose de nuevo y empezando a danzar, sin más
música que la de su cabeza, sin calzado, sin freno. Siguió por las llamadas que
hacía tanto que debería haber hecho, dejando a cualquiera sin palabras. No iba
a volver a sentir esas ataduras, las cuerdas debían desaparecer antes de
volverse sogas. Otra vez.
Acabó saliendo por la ventana que
había quedado abierta, sintiendo la arena bajo los pies y con una decisión tomada.
No dejar de correr ni volver a ese
oscuro lugar.