Parpadeas. Y en ese parpadeo te pierdes muchas cosas, te pierdes la sonrisa de los que te miran, te pierdes esa mirada intensa de quien te ve cruzar la calle y se siente deslumbrado. Suspiras. Y en ese suspiro desesperas a cualquiera, sueltas aire que a alguien le gustaría compartir contigo, provocas rabietas por hacer creer que te aburres.
Pero así es, te aburre todo. Todo lo que no conlleva un riesgo y hace que el corazón de cualquiera coja un ritmo frenético, no te interesa. Eres así, explosiva. Temeraria. Inesperada. Y a pesar de todo, indescriptible. Misteriosa.
Un día estás y al día siguiente desapareces, desapareces sin irte. Un día eres amable y cariñosa, al siguiente ausente. Nadie se da cuenta, nadie ve que puedas ser frágil, nadie ve que detrás de tu coraza de chica atenta y preocupada puede haber un corazón fragmentado que intentas rellenar con recuerdos y sonrisas, aunque falsas, que son mejores que demostrar que tú también puedes llorar.
Tus amigos saben tu nombre y que prefieres mil veces el color morado al rosa, pero ¿quién sabe que las paredes de tu habitación están cubiertas de libros escritos por poetas desanimados que comparan el amor a una rosa con espinas? ¿Quién sabe que el resto son historias de las mil y una vidas que has vivido sin dejar de ser tú?
Paras el tiempo a tu alrededor cada vez que te sientes perdida, dejas de escuchar lo que la gente intenta explicarte para acercarse a ti sin saber que no quieres pasados que te aten sino futuros que prometan. Que prometan peligros y refugios, personas hogar y bailes a altas horas de la madrugada un día lectivo.
A la vez, odias las promesas, odias que te rompan los esquemas cada vez que alguien dice que te va a querer para siempre y solo te aprecia por tus caderas. Por tu carisma. Por tu falsa filantropía.
No dejas que nadie se adentre en el laberinto de tu mente que parece un libro abierto con candado invisible siempre puesto. Tienes miedo de que la gente sepa que tras tu perfección se esconden alma vacía y mente solitaria. Adoras la soledad y siempre estás rodeada de gente. Odias la vanidad y tú la llevas a todas partes como complemento a un conjunto detalladamente elegido la noche anterior. No soportas ver como la gente se odia a sí misma pero no puedes pasar por delante de un espejo sin nombrar, en silencio, todos y cada uno de tus defectos.
Te niegas el derecho de ir a bailes de fin de curso porque no te gustaría presenciar como alguien te hace sombra, pero te la haces tu misma. No te permites querer entregándolo todo porque sabes que si juegas a una sola carta es probable perder la apuesta. Y no sabrías como empezar de cero, sin tener nada. Aunque no tengas nada, aunque nunca hayas tenido nada.
Crees que si no vives intensamente, no estás aprendiendo nada. Que no sabrás nada hasta el día en que hayas saltado un puente atada a una cuerda o hayas luchado contra el viento en un ala delta. Crees que si no te cuelas en los conciertos no los disfrutas tanto, que si no apareces de repente en medio de una atracción de ese parque que te sabes de memoria no serás feliz.
No piensas que puedas estar dejando huellas en corazones maltratados por el tiempo, que puedas estar volviendo loco a cualquiera con tus misterios, con tus preguntas sin responder. No crees ser capaz de perturbar el sueño o de hacer volar la imaginación.
Son tus misterios los que te hacen preciosa, tus sonrisas de mirada vacía y tus balas, las que disparas entre dientes cuando sabes que estas son las que duelen más.
Cinco minutos hablando contigo bastan para soñar toda una vida, así de relativo es el tiempo.